Las murallas robustas que se ofrecen a la vista del viajero, entre las que sobresale la figura enhiesta de un castillo, llaman la atención en la distancia, en el horizonte. Arriba, dominando la planicie, con la Sierra de Francia al fondo, está una población medieval, mística, mágica, símbolo de la historia de Salamanca, Miranda del Castañar.

El pueblo espera paciente, tendido sobre un saliente montañoso que la rodea y cuida las corrientes del río Francia unido al arroyo de San Benito. Ambos conforman una especie de foso natural.

Su panorama desde el exterior atrae y anuncia que algo interesante, importante, diferente, se guarda tras el recinto amurallado de más de 600 metros de lienzo, considerado uno de los más notables de la provincia charra. Con su castillo singular.

Atravesar esos enormes muros por una de sus cuatro antiguas puertas, principalmente por la de San Ginés, sirve de carta de presentación a un laberinto de calles apretadas, estrechas, recovecos, pasadizos. Sombras y luces, rincones obscuros y escondidos. Lugares pródigos con encanto.

Cada piedra es un mensaje, una historia. Cada casa, una leyenda, una sorpresa con sus escudos nobiliarios, que aparecen y desaparecen con las luces del amanecer o del atardecer, en el entramado medieval de las callejuelas que cruzan una y otra vez la principal de todas ellas, la rectilínea calle Larga que marca el sabor del lugar, con sus edificios poblados de dinteles tallados, ménsulas esculpidas…